lunes, 22 de mayo de 2017

Poesía cubana de luto: Guillermo Rodríguez Rivera ha fallecido.

Guillermo sentado y yo de pie en un banquete limeño.
Guillermo Rodríguez Rivera ha fallecido en La Habana. Me entero después de unos días, como cuando las noticias se atascaban en los estanquillos de correos. Acuden a mi mente todos los buenos recuerdos con este eximio intelectual, maestro de Literatura en la Universidad de La Habana, ensayista y gran declamador. Bellas muchachas cubanas me decían que él era el feo más hermoso. Se enamoraban de Guillermo, el viejo profesor que leía poesía en voz alta con una entonación seductora y convincente. El aula paralizada y silenciosa lo escuchaba. Por eso nadie se perdía una de sus clases.


Lo distinguía la sencillez de los grandes, aquella que espíritus mezquinos no suelen practicar. Ya los años le pasaban la cuenta en agosto de 1992, calor abrasador en el verano caribeño, pero él se esforzaba en caminar hasta Casa de las Américas para compartir, departir, conocer gente. Así lo conocí, mascando él un grueso tabaco Cohiba, se había enterado que el peruano que ganó el Premio Casa de ese año estaba de paso, digo, es un decir. No sabía aún que había llegado para quedarme. Ese año, 1992, Vallejo cumplía cien años y el centenario fue fastuoso en La Habana, llegaron los más distinguidos vallejianos de todos los continentes. Guillermo Rodríguez Rivera era vallejiano, tan vallejiano como otro de mis grandes y viejos amigos: el cubanísimo poeta Luis Suardíaz. Cuba era y es vallejiana, así lo demostró en 1992. Bastaba ir a la casa de Silvio Rodríguez y encontrarse de sopetón, al entrar, con un enorme retrato del autor de Trilce coronando la sala. En medio de esa vorágine, Guillermo Rodríguez Rivera, mascando su enorme tabaco y echando humo por las fosas nasales, me decía que quería ir a Lima para conocer el camino de Chabuca Granda, del puente a la alameda. Le prometí que sería su guía.


Y debo decir que quien más me instruyó acerca del Grupo Orígenes, de la poesía de Lezama Lima, de Nicolás Guillén, del cubano-español Alfonso Hernández Catá, fue este oriental nacido en Santiago de Cuba en 1943. ¿Cómo no prometerle aquello que él más ansiaba de mi patria?
Guillermo Rodríguez Rivera (con su tabaco) al lado de Luis Rogelio (Wichy) Nogueras, otros poetas y Silvio Rodríguez, todos con César Vallejo.


La promesa se cumplió dos años después. Pude regresar a Lima aprovechando una circunstancia a mi favor y en medio de una ciudad totalmente dominada por la dictadura fujimorista, coincidir con Guillermo Rodríguez Rivera. “Ahora sí, no te libras de mí, cojones”, me dijo socarrón apuntándome con su infaltable Cohiba. Estábamos departiendo con poetas peruanos en un restaurante del centro y podía llevarlo a Guillermo hacia el puente Balta y de allí llegaríamos al distrito del Rímac, siempre caminando, hasta la alameda de los Descalzos.  Confieso que fui desconsiderado, pues Guillermo tenía 51 años y yo 35, pero había fumado tantísimos habanos que se cansaba al andar. Se quejó de sus pies, también. Aún así se empeñó en proseguir y culminar el ansiado tránsito que narra Chabuca Granda en su célebre vals. Los balcones virreinales, los zaguanes y portales hicieron que su imaginación lo trasportase a tiempos inmemoriales. Feliz y dichoso, aunque con paso calmo, recorrió la alameda mientras tarareaba La flor de la canela. El regreso sí lo hicimos en taxi.


Un nuevo giro de la historia hizo que viajase con urgencia a Cuba. Las cosas no iban bien para mí. Apenas aterricé en el aeropuerto José Martí, me encontré con un recibimiento inolvidable. Además el entonces joven literato Ernesto Sierra, había convocado a Guillermo Rodríguez Rivera para pasar una velada poética tomando ron del bueno y compartiendo lo que se pudiese compartir en pleno periodo especial. Y Guillermo no quiso recitar, se empeñó en cantar valses peruanos, boleros cubanos, todo acompañado por el piano del dueño de casa, un joven poeta del cual no recuerdo su nombre pero que agitaba la melena constantemente. Una botella de ron por cabeza y todos cantábamos o desafinábamos con Guillermo, con Ernesto, con el pianista y las novias ocasionales que engalanaban la noche.

Guillermo era de los poetas y ensayistas que hicieron posible la revista El caimán barbudo, en el amanecer de una revolución que publicaba no solo a los poetas cubanos, sino también a los autores latinoamericanos que de pronto vestían el uniforme verde olivo y se hacían guerrilleros. La generación de El caimán barbudo fue rebelde a todos los dogmas del socialismo real dentro del arte y la literatura. Entre sus obras (las de Guillermo) destacan la exitosa novela policial "El cuarto círculo" (1976), escrita junto a Luis Rogelio Nogueras (1944-1985); y los ensayos "Exploración de la poesía" (1981), con Mirta Aguirre (1912-1980); "Sobre la historia del tropo poético" (1984) y "Crónicas del relámpago" (2008). Su antología poética "Canta", publicada en 2003, le valió el prestigioso Premio de la Crítica de la isla.

Años después nos volvimos a ver, en la Feria del Libro de La Habana 2005. Pude visitar con las justas al poeta Luis Suardíaz, quien murió a las dos semanas por un cáncer, a los 69 años. Ernesto y su compañera nos agasajaron en su casa de El Vedado, muy cerca a Casa de las Américas, pero no se nos ocurrió otra velada de amanecida como la de aquella vez.  No hubo un siguiente reencuentro con Guillermo Rodríguez Rivera. 


12 años después me entero de su deceso y no me imagino La Habana sin mis viejos amigos o amigos viejos, como el periodista Orlando Castellanos, como Luis Suardíaz o el mismo Guillermo Rodríguez Rivera. Son gratas voces que se han apagado, fueron archivos vivientes de memorias y tiempos idos, gloriosos, triunfantes y también luctuosos como todas las historias de Nuestra América. Si regreso a Cuba alguna vez, digo, es un decir, dejaría una flor en el mar del malecón habanero en memoria del poeta Guillermo Rodríguez Rivera. Descansa en paz, grandísimo fumador.

Una voz privilegiada para la poesía...
CÓDIGO LABORAL
No seas deshonesto, poeta,
ensayista, novelista.
La deshonestidad traza un breve camino
centelleante,
que no va a ningún sitio.
No jures por la luna, hombre de letras.
Asume tu destino
que, digan lo que digan,
estás hablando para siempre
y tus palabras
van a quedar escritas sobre piedra.
Si no vives con la verdad,
guarda tu pluma;
si tienes que mentir,
busca otro oficio.
Para salir del siglo XX, 1994.